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En el cenit de la obra se vislumbran figuras humanoides, engalanadas con máscaras antiguas. Captadas desde la mediocridad cromática, las máscaras muestran detalles intricados y misteriosos, una reminiscencia palpable de civilizaciones perdidas en el tiempo. Transpiran historia en cada grieta y aportan a los rostros, carentes de rasgos, una dramaticidad y enigma avivado por los profundamente saturados colores que rodean la escena.

Un espectro de tonalidades juega en la superficie de la pintura, con colores vibrantes que salpican y exploran cada parte del lienzo. Rojos ardientes chocan con azules fríos, verdes lima surgidos de la nada y púrpuras y naranjas retorciéndose alrededor de entidades humanoides. Estos trazos audazmente dinámicos y los patrones tenía que evocan tanto el caos como la armonía.

El entorno es un paisaje posthumano, un paraje surrealista e irreal. Ruinas de lo que una vez fueron monumentales estructuras conforman un telón de fondo distópico, rindiendo homenaje a la precariedad de la existencia. Puentes quebrados, muros fracturados y vegetación que engulle las ruinas, todos pintados con brochazos audaces y decisivos, dan como resultado una composición resiliente.

Al recorrer este lienzo, se experimenta una dramática obra de arte abstracto donde los elementos convergen para captar la sobrevivencia en un paisaje distópico, y también la belleza que persiste incluso en la desolación.

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